Por
Felipe Caro López
Graduate Ambassador
John Glenn College of Public Affairs
The Ohio State University
Esta frase es tal vez una de las más conocidas a nivel internacional del ex presidente de los Estados Unidos Ronald Reagan; siendo un icono del pensamiento conservador también fue un presidente muy querido y recordado en el país del norte, sobre todo por su gran capacidad de empatizar con el sentir de gente y poder conectar con esas temáticas de alta sensibilidad para ellos.
Es muy difícil poder desglosar el importante trasfondo de dicha frase dentro de los pasillos de los poderes del Estado el día de hoy, décadas después, pero nos aporta un elemento clave a considerar por parte de los funcionarios públicos en su conjunto, la ciudadanía desconfía muy fuertemente del Gobierno, del Estado y por tanto de ellos.
El construir confianza mutua es un pilar fundamental en toda relación humana, pero esa confianza se realiza bajo reglas del juego claras. Cuando alguien acumula mucho poder dentro de estas reglas, es normal que la desconfianza vaya en crecimiento. Estas reglas son las leyes, los reglamentos y las constituciones (de lo que ya nos hemos familiarizado bastante), cuya finalidad es ser murallas para controlar el poder y a las personas que lo ejercen. Pero ¿por qué hacemos esto? Sencillo, porque las experiencias nos indican que las personas con poder ilimitado en el Estado son peligrosas.
En Latinoamérica el ejemplo más icónico es el venezolano, donde la acumulación de poder a través de varios años del llamado Chavismo o socialismo del siglo XXI ha sido la causa de una de las mayores diásporas de migrantes en países que no están en guerra, con más de 7.8 millones de venezolanos que abandonaron su país. Bukele es otro gran ejemplo, a pesar de lo popular de sus medidas y la extendida imagen positiva que se posee de su gestión contra las pandillas en el Salvador, ha concentrado peligrosamente el poder en su persona; pasando a llevar una serie de derechos intrínsecos de sus ciudadanos en post de mantener la paz.
Chile aun está lejos de llegar a una situación de esta envergadura, pero no ha estado alejado de intentos de acumulación excesiva de poder por parte personajes que creen estar por sobre la ley, siendo los extendidos casos de corrupción municipal el mejor ejemplo de ello.
El desconfiar del Estado y sus gobernantes es también consecuencia de una barrera gigantesca entre lo que el funcionario cree que es mejor para la ciudadanía y lo que la misma ciudadanía cree que es mejor para ella misma. Esa distancia entre las percepciones es el gran desafío de toda la política latinoamericana y casi un requisito para la elite chilena. El poder conectar con las necesidades, anhelos y sueños de la gente común es la llave de todo proceso democrático sano en donde se espera una altura para que la política nos entregue discusiones basadas en las diversidades propias de toda sociedad, un espacio público en que queden excluidas las mentiras, dobles interpretaciones y el negar al otro.
Lo que viene en los próximos años, con las turbulencias constitucionales aplacadas, es recomponer puentes, crear confianzas, volver a los grandes acuerdos y sobre todo poder decir desde la institucionalidad publica que se ha venido a ayudar sin recibir una inmutable mueca de incredulidad y hasta temor de parte de la ciudadanía.