Por encima de mí está ese infinito cielo que interpelo esperando que me arroje sus dones. A veces llegan. Nunca cuando crees necesitarlos, si no cuando ya no esperas nada. Así es la vida, una consecuencia de sucesos inesperados que van trazando el camino sin pedir permiso.
En estos momentos lo que desearía es percibir la belleza que me rodea. Dejar de ser un ente extraviado sin alma. Agradecer al universo lleno de estrellas que titilan deseos. Respirar el sereno atardecer con profunda mirada de bebé amamantando la vida… Y cuando llegue ese momento… Vibrar con la emoción alumbrada de gracia ante el asombro.
A veces, la mente con su dominante tiranía se resiste a perder su poder. Sometida a su caprichosa sinrazón se entra en conflicto. Desafío desesperado por desear recuperar la serenidad de la abandonada alma. La cabeza puede llegar a ser tu peor enemiga arrastrándote a los infiernos. Obsesivos pensamientos de ruido y cacareo delirante dominando la voluntad. Atormentado desasosiego peleando, con escaso ánimo, cómo liberarnos de ese encierro. Una lucha por el control de la mente, al enfrentar la propia tormenta zarandeada de emociones.
Cuando te hundes en el caos emocional: Síntoma del “yo” escindido que ha dado paso de lo que soy y me identifica con los otros, desde mi mente, espíritu o ego: Muestro al mundo las máscaras que deseo que vean lo “mejor” de una. Olvidando que más allá de esa imagen de resultados positivos me completa otra. La conciencia de ser parte de la totalidad infinita en la finitud que existo. Por momentos alejada de la cósmica identidad, me extravío en una vasta soledad de sufrimiento. “Esta vida que yo vivo/ es privación de vivir” diría San Juan de la Cruz.
Cuando esto ocurre, y a todos nos ocurre muchas veces, necesito siempre un punto de inflexión que me ayude a salir del estado letárgico y oscuro habitado; pactando una tregua con los desbocados pensamientos. Dejarlos como al niño en la guardería con buenas palabras de recogerlo más tarde, porque tienes que ocuparte de otras cosas. Sin culpa ni castigo. Aceptando la propia vulnerabilidad con lo mejor y lo peor de una misma.
Quien me rescata, como ancla de ese embravecido mar, suele ser un simbólico sueño, un libro, una amiga, o la propia voluntad de enfrentarme a los errores o fracasos … por el inflexible ego que le cuesta claudicar de su racionalidad. Cruzar el puente que te conecta con la otra orilla. Volver a sentir, desde otro lugar más íntimo, agradeciendo haber llegado a la “casa sosegada”. Recogerse de nuevo en ese espacio; Santa Teresa lo llamaría morada, hablándole con elevado sentimiento a la infinita alma. Momento que se percibe la tranquila liviandad de tu ser y estar.