Una de las gracias de nuestro pueblo es la creatividad en el uso del lenguaje figurado. Un día escuché a un tipo decir: “me hizo click”, como una forma más contemporánea de decir, me cayó la teja, o me pegué el alcachofazo, y se me grabó inmediatamente.
El cuento es que, el domingo 24 en la tarde, seis días después del segundo aniversario del 18-O, cuando la pradera ya estaba tranquila y las pulsaciones habían bajado, me dieron ganas de tomar un helado en el clásico Olguín. No eran aún las tres de la tarde, así es que esperaba que la fila no estuviera tan larga. De hecho, se veía unas cuatro personas esperando para sacar los vales. Cuando casi llegaba, vi a un hombre fornido, un gorila grandote de la tribu de los guatusi, bajar de una enorme camioneta y ponerse en la fila antes de mí. Dejó la camioneta estacionada justo en la esquina, a un metro del semáforo, en la calle Santo Domingo, donde por cierto no se puede estacionar, pues por ahí pasa la locomoción colectiva. Quise decirle algo, pero me callé. Luego se dio cuenta que andaba sin mascarilla, y se dirigió a buscarla. Cuando regresó me dijo gracias por reservarle el turno. No le respondí. Aún sentía ganas de decirle que estaba mal estacionado, pero nuevamente no dije nada, pensé que no quería discutir con nadie, y además el grandote podía pegarme un mangazo y dejarme sin ganas de tomar helado. La verdad, a esa hora pasaban pocos autos, nadie reclamaba. Al poco tiempo un veterano se bajó de la camioneta, pensé que él se pondría al volante y la conduciría a un lugar donde estuviera permitido estacionar. Pero no fue así, el hombre se acercó al grandote, era su tío, de unos setenta y tantos. El grandote comenzó a contar a su pariente que esos helados eran muy buenos, hechos con fruta natural. Hacía quince años que no venía a la ciudad y no podía irse sin tomar un helado en Olguín. Sacaban fotos y filmaban con sus celulares. En pocos minutos la cola aumentaba progresivamente. Por fin compramos los vales, pero para recibir los helados había que hacer otra fila por la calle Salinas que llegaba a la mitad de la cuadra. El sol estaba dando duro. Pensé en desistir y volver cerca de la noche, o sencillamente perder el dinero. Al principio la sombra de un árbol se apiadaba de nosotros. Luego venía un trecho de unos diez metros que hasta las lagartijas evitaban, finalmente algunos toldos entregaban sombra antes de poder pedir los helados. El hombre fornido me dijo, amigo, debimos haber comprado helados Savory. Le respondí con un lacónico sí. Luego vieron la temperatura en sus celulares, Santiago 33, San Felipe 35. El veterano se dirigió a mí, hay dos grados más acá. Sí acá son dos más que en Santiago, le respondí para ser cortés. El hombrón se fue a la esquina a tomar sombra y vigilar su camioneta, y nosotros quedamos en el calor infernal. La fila avanzaba lentamente, algunos compraban helados por kilos. El tío me dijo que el sol era la mejor fuente de vitamina D. Pensé que nos íbamos a intoxicar con vitamina D. Nunca había visto una fila tan larga, le dije, si hubiera sabido no hubiese venido. Parece que la gente tiene plata, agregué. Entonces el hombre dijo: y no quieren trabajar. No dije nada. Él agregó: en mi edificio en Santiago los conserjes no quieren trabajar, se van y no dicen ni pío. Por suerte hemos conseguido una venezolana que hace reemplazos los fines de semana, se gana doscientas lucas, más trecientas por allá y otro tanto en otro lado, se hace como setecientos piticlines, no es malo, le manda unos cien mil a su hermana en Venezuela que es como una millonada para ella. El hombre seguía hablando, será que cuando muramos no vamos a poder hablar, o los que hablan poco van a hablar mucho, y los que hablan mucho hablarán poco, nadie sabe. Entonces me dijo, Kast va a ser otro Bolsonaro. No me parece tan bruto como Bolsonaro o Trump, le dije. Entonces él siguió, y Sichel es un mentiroso. ¿Alguno no lo es?, advertí. Sí, pero éste es más mentiroso. Además, Piñera no dice nada. Y qué va a decir si lo tienen en el suelo con un mono en una feria de diversiones, hasta sus mismos partidarios le pegan, le dije. Me quedó claro que no era de derecha. Sacando cuentas no era boriciano; tampoco parisino, ni meoniano, ni artesano; lo más probable era que fuese provostiano-comaneciano. El calor me tenía en las cuerdas, comencé a sofocarme y a deshidratarme. El veterano ni se inmutaba. Estuve a punto de decirle que me cuidara el puesto para ir por agua; pero una brisa suave y fresca vino en mi auxilio. En ese momento vimos la camioneta pasar por calle Salinas y estacionarse a mitad de cuadra, donde también estaba prohibido estacionar, pero al menos ahí no interrumpía el tránsito. Ahí seguramente está mal estacionado, dijo el veterano. Estaba peor en Santo Domingo, le dije. Él argumentó: pero no hay pacos, ¿usted ha visto pacos? No creo que sea necesario que veamos pacos para no estacionarnos donde no debemos, le dije. Tiene razón. Luego agregó: mi sobrino es dueño de una importadora de jamones y salames, muy grande, como diciendo que eso le daba licencia para estacionarse donde quisiera. Finalmente llegó nuestro turno, luego de esa breve “temporada en el infierno”; pedí uno de maracuyá con chirimoya, y me fui a disfrutarlo en la plaza, bajo la sombra de los árboles.
En la banca siguiente tres jóvenes conversaban de temas profundos, Ojalá que esta golondrina haga primavera, pensé. Terminé el helado y al poco tiempo me dirigí al minimarket Shell de Yungay; me habían mandado a comprar cigarros y quería ver ahí los estragos del paso del “tornado” durante la tarde del 18-O. El negocio se encontraba enlatado por fuera, pero la puerta estaba abierta. Un hombre antes de mí se dirigió al cajero. Yo a los cigarros. Ya lo han habilitado, le dije a la mujer que atendía. Sí pero aún falta mucho, mire, están todos los ventanales quebrados. Se demoraron seis o siete minutos en llevarse todo, agregó. ¿No intentaron incendiarlo?, pregunté. No, intentaron incendiar el servicentro, pero no pudieron. Los bomberos lo impidieron, aunque no alcanzaron a apretar el botón de pánico, a algunos les pegaron. Y cuántos eran. Unos cien, las cámaras filmaron todo. ¿Hay detenidos?, dos creo, y qué sacan, igual los sueltan al otro día, dijo la mujer. Así es, agregué, me despedí con los Marlboro de tres lucas en el bolsillo. En la calle me vino a la mente esa cita bíblica pronunciada por un personaje en la película de Marco Enríquez-Ominami: “perdónalos, Señor, porque no saben lo que hacen”. Entonces se me ocurrió que esos niños antes de soltarlos debían realizar algún trabajo comunitario: plantar árboles, cortar pasto, recopilar plásticos para reciclaje, algo así. Tal vez a algunos les haga click y se den cuenta la cosa no es destruir.
Bueno, y luego de apreciar el paso de los tornados por nuestro país este 18-O, cuántos habrán pensado que hace dos años se tragaron un sapo, y ahora recién les comenzó a croar. ¿Conocen alguno? Yo conozco a varios.